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El ruego del Padre Mt 21,28-32 (TOA26-17)

“Cuando el malvado se convierte de la maldad que hizo, y practica el derecho y la justicia, él mismo salva su vida. Si recapacita y se convierte de los delitos cometidos, ciertamente vivirá y no morirá”. Con este oráculo que hoy se proclama (Ez 18,5-28) contrapone el profeta Ezequiel el comportamiento del justo al del malvado.    
Perder la vida o salvarla, esa es la cuestión. Quien persiste en su maldad, pretende conservar lo que ha ganado, pero pierde su existencia. En cambio, el pecador que reconsidera sus actos y se convierte, tendrá dificultades pero encontrará el modo de vivir con dignidad.  Dios es el Señor de la vida, pero el hombre puede actuar con libertad
Es bueno orar con el salmo salmo: “Señor, enséñame tus camino, instrúyeme en tus sendas, haz que camine con lealtad” (Sal 24,4).  Y escuchar la exhortación de san Pablo: “Tened entre vosotros los sentimientos propios de una vida en  Cristo” (Flp 2,5).

DOS RESPUESTAS
También en este domingo el evangelio recuerda otra parábola relacionada con el trabajo en las viñas. Pero son distintos los invitados a trabajar y también los oyentes a los que Jesús dirige su mensaje.
• En la primera parábola de la viña, que Jesús contó a sus discípulos (Mt 20,1-16), importaba reflejar la relación del propietario con los jornaleros. Se habla de un contrato y el pago de un jornal. Unos jornaleros se sienten agraviados al ver que el amo iguala con ellos a los contratados a última hora.  
• Jesús expone a los sumos sacerdote y a los ancianos del pueblo otra parábola (Mt 21,28-32), en la que se subraya  la relación de un padre con sus dos hijos. No hay un contrato, sino un ruego. A ambos dirige el padre la misma petición: “Hijo, ve hoy a trabajar en la viña”. Pero la respuesta es diferente.
 El primero respondió secamente, con un rechazo a la orden recibida: “No quiero”. Pero después se arrepintió y fue a la viña.  El segundo hijo respondió aceptando al parecer la orden de su padre: “Voy, señor”. Pero no fue a trabajar a la viña familiar.

EL CAMINO DEL REINO
La lección de la parábola estaba clara. Pero Jesús quiere que sus oyentes extraigan y manifiesten públicamente la lección que encierra. Así lo revela el diálogo que sigue:
• “¿Quién de los dos cumplió la voluntad del padre?” Se trata de ver si la persona se justifica por sus buenas palabras o por su buenas acciones. Si no coinciden las unas con las otras, será difícil pretender que uno vive en la coherencia. 
• “El primero”. Esa es la respuesta de los oyentes.  De hecho, tanto las grandes religiones como el sentido común de las gentes afirman que hay que preservar la bondad de las palabras, aunque las obras son las que reflejan la calidad moral de la persona.
Las palabras finales de Jesús son una seria interpelación. Los que presumen de su propia rectitud no aceptaron el mensaje de un profeta. Pero los que son considerados como pecadores los adelantan en el camino del reino de Dios.

El jornal Mt 20,1-16 (TOA25-17)

Como el cielo es más alto que la tierra, mis caminos son más altos que los vuestros, mis planes, que vuestros planes” (Is 55,9). Este oráculo divino, recogido en el libro de Isaías, repite un mensaje que debería constituir una de nuestras primeras afirmaciones de fe.
Dios no es indiferente a la peripecia humana. Él nos conoce y nos ama. Está cerca de nosotros. Pero no podemos imaginarlo según nuestros esquemas de pensamiento y de conducta. Sus planes no coinciden con los nuestros. Y nuestros planes muy pocas veces coinciden con los planes de Dios.
El salmo responsorial confiesa esa cercanía de Dios: “El Señor es justo en todos sus caminos, es bondadoso en todas sus acciones; cerca está el Señor de los que lo invocan, de los que lo invocan sinceramente” (Sal 144,17-18). La fe nos ayudará a repetir con san Pablo: “Para mí la vida es Cristo, y una ganancia el morir” (Flp 1,21).

LA LLAMADA DE DIOS
En la parábola que hoy se proclama, Jesús presenta a un propietario que sale varias veces al día a contratar jornaleros para que vayan a trabajar a su viña (Mt 20,1-16). Se ajusta con todos en un denario. Pero al final de la tarde paga a todos por igual. Esto suscita las protestas de los que han trabajado durante más horas.
 • En primer lugar se nos recuerda que Dios es el dueño y nosotros somos unos jornaleros. Él es el Señor. Hemos de estar agradecidos porque ha querido contar con nosotros. Trabajar en su viña es un honor.
• El Señor nos paga con lo que nos ha prometido. Si paga a los últimos como a los primeros es tan solo un signo de su bondad. La misericordia de Dios es sorprendente.  Su misericordia no es injusta, pero va más allá de la justicia.  
• Es cierto que en esta tierra y en nuestra sociedad tenemos el deber de defender nuestros derechos. Pero nadie puede presumir de haber adquirido unos derechos ante Dios. Todo es gracia.

LA LIBERTAD DE DIOS
La parábola de los jornaleros se cierra con dos preguntas y una reflexión sapiencial que es todo un desafío:  
• “¿Es que no tengo libertad para hacer lo que quiera en mis asuntos?” Con demasiada frecuencia nos atrevemos a juzgar a Dios. Como si él necesitara nuestros consejos. Como si nosotros tuviéramos la sabiduría que a él le falta.  
• “¿Vas a tener tu envidia porque yo soy bueno?” Los criterios que utilizamos para evaluar los acontecimientos están dictados muchas veces por nuestros intereses. Nuestro egoísmo nos impide aceptar que los caminos de Dios no son nuestros caminos.
• “Los últimos serán los primeros y los primeros los últimos” . En contra de lo que se piensa en nuestro mundo, lo que nos hace valiosos ante Dios no son nuestros esfuerzos, sino su amor gratuito y universal.

El perdón Mt 18,21-35 (TOA24-17)

“Perdona la ofensa a tu prójimo, y se te perdonarán los pecados cuando lo pidas. ¿Cómo puede un hombre guardar rencor a otro y pedir la salud al Señor? No tiene compasión de su semejante y pide perdón de sus pecados?” (Si 28,2-4). Con estas reflexiones, el libro del Eclesiástico sugiere una reflexión sobre la coherencia.
De hecho, subraya la unión que existe entre el perdón que el hombre espera obtener de Dios y el que él está dispuesto a conceder a sus semejantes. La misericordia es sobre todo un atributo de Dios. Él la concede abundantemente. Pero exige que el hombre la refleje y la continúe en sus relaciones con los demás.
  El salmo responsorial se hace eco de esa afirmación al confesar: “El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia” (Sal 102). Según san Pablo, esa misericordia de Dios se manifiesta sobre todo en Jesús, que murió por nosotros y resucitó para nuestra salvación (cf. Rom 14,9). 

LA ESPIRAL DE LA VIOLENCIA
En la boca de Lamec, descendiente de Caín, se colocaba el canto de la venganza salvaje: “Caín será vengado siete veces, y Lamec setenta y siete” (Gén 4,24). Pues bien, Simón Pedro pregunta a Jesús: “Señor, si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces tengo que perdonarlo? ¿Hasta siete veces?” Y Jesús le contesta: “No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete” (Mt 18, 21-22).
Bien sabemos que el siete es un número de calidad, más que de cantidad. La tendencia humana es la de continuar la venganza hasta lo insospechable. La propuesta de Jesús es la de romper la espiral de la violencia mediante el ofrecimiento generoso del perdón.
El perdón de las ofensas es ciertamente difícil. Pero la misericordia humana es posible porque brota de la fuente de la misericordia divina. Mediante la parábola de los deudores, Jesús afirma que el creyente ha de tener compasión, puesto que Dios ha tenido compasión con él (Mt 18, 23-35).

EL AJUSTE DE CUENTAS
En la parábola del rey que quiso ajustar cuentas con sus criados hay una invocación que se repite dos veces.
• “Ten paciencia conmigo y te lo pagaré todo”. Así suplica el deudor que debe al rey la fabulosa cantidad de diez mil talentos. Los hombres nos engañamos al pensar que podremos pagar toda nuestra deuda a Dios. Pero él tiene compasión hasta de ese autoengaño.
• “Ten paciencia conmigo y te lo pagaré”. Así ruega el deudor que debe a su compañero la cifra de cien denarios. Nosotros nos creemos más agraviados que él, y por cosas que no tienen importancia. Nuestro mayor pecado es no pasar a los demás el perdón que nos ha sido concedido.

Jesús: unión Dios-Iglesia Mt 18,15-20 (TOA23-17)



La comunidad Mt 18,15-20 (TOA23-17)

“Si tú adviertes al malvado que cambie de conducta y no lo hace, él morirá por su culpa, pero tú habrás salvado la vida” (Ez 37,9).  En este oráculo que se lee este domingo, Dios advierte al profeta de la misión que le ha sido confiada. El que ha sido elegido como mensajero divino ha de estar siempre dispuesto a corregir  los errores humanos. 
Corregir al que yerra es una de las obras de misericordia más difíciles. Quien ha obrado mal no siempre lo reconoce. Con mucha frecuencia piensa y afirma que está en la verdad. A la mala acción suele acompañar la mala conciencia. Por otra parte, quien debería corregir no siempre está limpio de culpa ni libre del temor de ser denunciado.  
A unos y a otros el salmo responsorial nos recuerda un oráculo divino: “No endurezcáis vuestro corazón” (Sal 94). A todos nos resultaría más fácil corregir y ser corregidos si recordáramos la advertencia de san Pablo: “Uno que ama a su prójimo no le hace daño; por eso amar es cumplir la ley entera” (Rom 13,10). 

CORRECCIÓN Y DIÁLOGO
El texto evangélico que hoy se proclama (Mt 18,15-20) supone con todo realismo la posibilidad de que se dé el pecado en la comunidad. Por eso advierte de la necesidad de llamar la atención al hermano que ha pecado. Además establece el orden que se ha de seguir al aplicar la corrección fraterna.
El que trata de corregir al que ha faltado a los ideales de la comunidad no debe caer en el peligro de desprestigiar al otro. De hecho, se le pide que comience por hablar a solas con el hermano. Ambos habrán de ganar con la salvación del que ha caído. 
No se debe olvidar la primera frase: “Si tu hermano peca contra ti, repréndelo estando los dos solos”. Ese es el primer paso. Pero ahí se indica el motivo y el tono de la corrección. El derecho y deber de corregir corresponde al hermano por ser hermano.
 En un segundo y en un tercer paso hay que acudir a otros hermanos. Esas tres etapas del diálogo tratan de evitar el subjetivismo o el resentimiento de quien pretende corregir. Como se ve, la referencia a la fraternidad caracteriza a la comunidad cristiana.

DISCERNIMIENTO Y ORACIÓN
El texto evangélico se incluye en el llamado “discurso eclesiástico”. A la corrección fraterna, el evangelio de Mateo añade otras dos notas importantes que caracterizan a la comunidad cristiana: el discernimiento y la oración común. 
• “Todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo”. Lo que Jesús ha dicho ya a Simón Pedro, lo dice ahora a toda la comunidad. Atar y desatar suponen una gran responsabilidad. Pero Dios confía de tal manera en su Iglesia que reconoce el discernimiento que ella haga sobre el bien y el mal.
• “Si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre del Cielo”. Nuestros egoísmos individuales dificultan la oración. Solo el amor puede unirnos ante Dios.  Solo la concordia entre los hermanos garantiza el valor y la eficacia de nuestras plegarias.

La torpeza Mt 16,21-27 (TOA22-17)



“La palabra del Señor se volvió para mí oprobio y desprecio todo el día. Me dije: no me acordaré de él, no hablaré más en su nombre. Pero la palabra era en mis entrañas fuego ardiente, encerrado en los huesos; intentaba contenerla y no podía”. Es impresionante esa confesión de Jeremías (Jer 20,7-9).
En otro tiempo el profeta se había sentido llamado y seducido por Dios. Pero al ejercer esa vocación se sintió ridiculizado y perseguido por su pueblo. Hubiera querido olvidar aquella misión recibida de lo alto. Pero la palabra de Dios había entrado de tal forma en su vida que estaba dispuesto a morir antes que olvidarla.
El salmo responsorial responde a ese sentimiento del alma que se siente arrebatada por el Señor: “Mi alma está sedienta de ti, Señor, Dios mío” (Sal 62).  Con razón san Pablo nos exhorta a no ajustarnos a este mundo y a discernir cuidadosamente lo que corresponde a la voluntad de Dios (Rom 12, 1-2).

LA TENTACIÓN
Al leer el evangelio de Mateo que hoy se proclama, pensamos que de alguna manera en Simón Pedro se repite la experiencia de Jeremías (Mt 16,21-27). También el pescador había dejado todo para seguir a Jesús. Lo reconocía como el Mesías enviado por Dios, pero no podía aceptar que hubiera de ser ejecutado.
Jesús equipara la actitud de Simón con una tentación diabólica. El Maestro le había dado el sobrenombre de Pedro, es decir “roca”. Él había de ser la piedra enterrada como cimiento para la nueva comunidad. Pero ahora contradecía aquella esperanza del Señor. De hecho, se manifestaba como una piedra de escándalo, es decir de tropiezo.
Por si no quedaba claro, Jesús explicó a Simón Pedro en qué consistía aquella traición a su vocación: “Tú piensas como los hombres, no como Dios”. Los hombres esperaban y esperan que su vida se realice por el camino del triunfo, no de la derrota; del éxito, no del fracaso; del poder, no del servicio. Pero ese no es siempre el plan de Dios.

LA PÉRDIDA
Efectivamente, a continuación Jesús expone a los que le escuchan que ser discípulo implica tres decisiones: negarse a sí mismo, cargar con la cruz y seguir al Maestro. Lo contrario es la tentación. El mensaje de Jesús es una gran paradoja:
• “Quien quiere salvar su vida, la perderá”. Quien quiere salvar su vida, su prestigio y sus posesiones no se aventura a oponerse al poder. Procura ajustarse a los criterios del mundo. No se atreve a remar contra la corriente. Quiere ahorrarse la vida, pero en realidad pierde el sentido de su existencia.
• “El que pierda su vida por mí, la encontrará”. Es cierto que también hay personas que arriesgan su vida. Quien la pierde por alcanzar riquezas o fama, ya ha recibido su recompensa. Pero quien la pone en peligro por amor a Jesús y a su mensaje, ese encuentra el verdadero valor de la vida. Su premio no es algo, sino Alguien.